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  • Inés

    Inés

    Estaba en su lecho de muerte.

    Entre lágrimas, sollozos y leves sonrisas sin sentido, exclamó el nombre de Inés.

    Le repitió. Gritaba y gemía su nombre.

    Inés, Inés…

    Un nombre que yo desconocía. Siempre fui malo para recordar nombres, pero con tantos años conociéndonos…. Aún así, no me sonaba en lo absoluto.

    Le pregunté a su hija. Yacía sentada en la silla con un rosario en la mano y su marido postrado detrás. Sacudió la cabeza levemente en negación. Su nombre era Bárbara.

    Resoplos y gimoteos. Palabras enredadas.

    Torta de chocolate, relatos de un pequeño Corolla, errores y un par de partidos en la cancha, luz de luna.

    Esa luna, sí, esa alumbrando en lo alto, visible en la ventana.

    Se le quedó mirando en silencio. Señaló. Veo a Inés otra vez en la luna, dijo.

    Llamé a la esposa, que había ido a buscar a las niñas para que pudieran despedirse. Se acercó y acarició el rostro de su moribundo esposo. Ya hacía tiempo desde que se encontraba en este estado. ¿Es usted Inés?, Le pregunté.

    No, sabes que yo me llamo Margarita. – contestó. Miró a las niñas posadas en la cama.

    Una de ellas solo observaba a su abuelo en silencio, como si sus ojos pudieran prolongar la vida del pobre hombre. La otra interrumpió el ruido de los murmurios de su abuelo a la luna. – Yo me llamo Andreina, mi hermana es Anastasia. Todos hemos escuchado el nombre Inés, pero nadie sabe quién es.

    Pasó una hora. Luego otra.

    Entraba y salía de vez en cuando la enfermera encargada de su cuidado.

    El la miró.

    Ojos vacíos, carentes de consuelo.

    Ojos llenos, repletos de nostalgia, remilgoso pasado.

    Esta vez entiendo, Inés. No dejaré que te marches. – Murmuró el moribundo intentando tomar la mano de la enfermera que salió inmutable de la habitación – No te vayas. No quiero una vida donde no estés a mi lado. Ahora entiendo, ya entiendo, déjame encontrarte.

    Miré a la esposa, aún incómoda ante el nombre. 

    Llegó de nuevo la enfermera. Habló sin siquiera preguntarle. – Mi nombre es María. – Pasó hacia la cama a darle unas pastillas y medir la tensión.

    Mientras, siguió hablando – Desde el día en que he empezado mi labor, Inés está en la boca de este hombre. Cada noche de luna, cuando está agobiado por el insomnio y también cuando no puede escapar de los sueños. Vive sin descanso. No he podido encontrar cura ni alivio para ese mal que le pesa.

    Miró a la esposa y le posó la mano en el hombro un momento. Se marchó, cerrando la puerta sigilosamente.

    Pasó otra hora. De alguna forma logró quedarse dormido un momento, ya debe haberse olvidado. Últimamente el olvido fingía ser su día a día. Consuelo a su tormento.

    La respiración parecía más pausada, su rostro estaba pintado de alivio.

    Sus labios se mueven, un diálogo ininteligible.

    De pronto… No te vayas, no te vayas – Rezongaba aún dormido, sin cesar. – Por favor, quédate.

    Fue aumentando el volumen de la voz, hasta casi parecer gritos. – No te vayas, Inés. Abrió los ojos. Parecía haberse despertado por su propia voz o por el recuerdo que le atormentaba aún en su descanso, llenos de lágrimas.

    Mordiscos con sabor a duraznos, botas de cuero, pizarra en un saloncito de clases… Inés.

    Las lágrimas caen por su mejilla izquierda. Su respiración se torna aún más entrecortada.

    Quizás, quizás en otra vida Inés – dijo mirando la luna. – He vivido bien, pero no he vivido contigo, Inés. Regresa. Hay tanto que quiero contarte, tanto que te quiero mostrar.

    Intenta levantarse de la cama pero es en vano.

    Anastasia sigue en silencio, agarrando la mano de su abuelo. El la mira. – Mi pequeña Ana… Ella era la mujer más alegre que ha vivido en esta tierra, igualita a ti.

    Lo sé abuelo, era maravillosa – dijo ella, inmutable.

    Todos nos sorprendimos. No solo su abuelo le reconocía. La niña sabía de quien hablaba. Pero no se dijo nada más.

    Volvió María, la enfermera, ahora con un tanto más de prisa. Cada vez parecía más próxima su hora. Esta vez consigo entró un sacerdote. Bendijo su alma, así como los sacerdotes hacen; le preparó para el más allá. Y se fue, no era mucho más lo que podía hacer.

    Inés.

    Volvió a salir el nombre de su boca.

    Inés, mi querida señorita, mi Inés. Repetía una y otra vez. Cada vez más pausado, más notorio el esfuerzo.

    Anastasia se levantó un momento, al ver hacia donde se dirigían los ojos de su abuelo. Abrió un cajoncito en la parte baja de la repisa, sacó una especie de estuche muy pequeño y se lo acercó. Una foto muy ampliada e impresa en casa, en una hoja tamaño A4. Pixelada y borrosa, apenas visible. Y un pequeño dije, de lo que parecía ser un buda.

    Todos quedamos aún más atónitos. Desde el primer momento en que le conocí, había sido un católico creyente. Aunque no el más devoto y un tanto curioso, jamás sospechamos de otra fe.

    Este dije me recuerda a mi Inés, dijo a su nieta.

    Todos cruzamos miradas.

    ¿Quién era esta Inés, que incluso en su lecho de muerte, frente a su esposa, hija, nietas, seguía brotando entre recuerdos? 

    Conocía a este hombre desde hace más de 50 años. Hermanos de otra sangre, una amistad de oro.

    Jamás, juro con la mano en el pecho, es que nunca le vi ser infiel a su mujer. Mucho menos, mencionar ese nombre. Era un hombre de hogar. Nuestras tardes un par de birras en los cumpleaños. Charlas amena entre comidas, un buen partido y un par de canciones de Soda Stereo… Podrían incluso etiquetarnos de aburridos o lateros en nuestros tiempos. Era un hombre reservado, pero un amor así alguna vez habría sido mencionado, o eso creería yo.

    Su respiración era aún más inestable.

    Quizás en otra vida, quizás en otro destino, te vuelva a ver, Inés. – Apretó el dije con las pocas fuerzas que le quedaban mirando a la luna, ojos desgarrados. Se escapó su último aliento.

    Todos nos quedamos en silencio.

    Algunos sollozos leves, casi mudos… Parecían sonar las trompetas de un ángel, pero no había alivio en los aires.

    Andreina abrazaba a su abuela. Y la enfermera que había entrado sigilosa, revisaba su pulso. Cerró sus ojos, y nos dio el pésame. Se quedó mirando al difunto, en silencio. Habían sido más de tres años a su lado. Seguramente recordó cuando aún estaba en estado de lucidez. Un leve lagrimeo, gotas rozando su mejillas.

    Yo observaba, callado y atónito.

    El final a todos nos llega, pero aún así jamás lo esperamos. Los recuerdos recorrieron mi mente sin poderle evitar. Fueron buenos tiempos, una buena amistad. Aún a pesar de la situación, la incertidumbre por la incógnita rondaba en la sala. O al menos así era en mi mente.

    De pronto, Anastasia rompe el silencio. 

    Inés creía que podíamos vivir muchas vidas. Quizás en alguna de esas, mi abuelo pueda volverla a ver. – dijo mirando el papel impreso con la imagen borrosa en su mano – Así también yo podré volver a verlo, puede que hasta conocerla algún día.

    Nadie habló, nos quedamos en silencio.

    Margarita no podía evitar la incomodidad de lo hiriente en su mirada. Su esposo había sido un buen hombre, su partida era dolorosa. Habría alguna explicación. Pero era humana, no podía evitarlo.

    Todos queríamos saber, pero nadie se atrevía a preguntar.

    Bárbara era a duras penas consolada por su marido quien intentaba encontrar palabras idóneas.

    Me armé de coraje. ¿Quién era Inés? – le pregunté a la niña. Me pasó la fotografía. Apenas se distinguían los colores. Era una imagen muy vieja y desteñida. Humedecida por gotas que parecían ser lágrimas y vino derramado. Se percibía el rostro de una muchacha joven, probablemente una imagen de hace años. Había algo en ella muy poco común y aún así sentía haberle visto alguna vez. Cabellos sueltos, largos y algo enmarañados por la brisa. Una sonrisa de oreja a oreja. En efecto, proyectaba alegría, puridad, magia… Aún en ese ambiente tan desolador en el que nos encontrábamos.

    El abuelo botó todas sus fotos en un arranque de enojo, años antes de conocer a la abuela. Luego volvieron a hablar pero nunca tuvo el coraje de capturarla en una imagen. Pensó que ella sería para siempre, así como su amor. Pero ni el sabía lo que su amor era en ese entonces por ser muy joven, cobarde, sin experiencia. Al final, la perdió. Inés se fue y el abuelo nunca pudo volver a verla. Ni en la pantalla, ni en papel, ni en la vida. Era su amiga en la juventud, el abuelo decía que su primer amor… La amaba con todas sus fuerzas y le recordaba en el claro de la luna, no sé porqué. 

    Las lágrimas brotaban de los ojos de Anastasia, como si fuese ella quien le había vivido. Por horas su abuelo le había hablado de esta misteriosa mujer, a quien había extrañado hasta su lecho de muerte. Siguió hablando, mirando a la luna.

    Era inteligente y hermosa, como ella sola. – prosiguió contando. – Amaba a la abuela. Eran amores diferentes. La abuela era su futuro. Inés, ese amor que sacrificó para que nosotros pudiéramos existir.

    Margarita rompió en sollozos. Su nieta no parecía saber lo lastimosas que eran sus palabras. El hecho de nunca haber sabido del tormento de su marido. El hecho de no haber sabido que quizás su vida había sido un engaño.

    Aún a pesar de las lágrimas de su abuela, las palabras manaban de la boca de Anastasia, como hipnotizada en la ventana.

    El abuelo fue feliz, siempre dijo que era feliz con su vida… Pero se arrepentía de haberla dejado ir sin decirle Adiós. Sin pedirle perdón, sin pedirle que no se fuera. Sin decirle lo mucho que la amaba. Sin haberlo intentado. Le escribió cartas y le enviaba mensajes sin remitente. La miró en las redes y en los libros, por años, hasta que dejó de aparecerle. – se voltió hacia su público espectador, quienes debatían entre rogarle que callara y a la vez que dijera todo lo que sabía – Le hablaba a la luna, contándole de nosotros. De mí, de mamá, de la abuela, de mi hermana, incluso de ti, Guillermo. Extrañaré a mi abuelo y también a sus historias. – Rompió en llanto sobre el cuerpo postrado en la cama.

    Tragué saliva, no sabía que decir. Todos en la habitación estábamos desconcertados.

    Sin poder o querer evitarlo, recordé aquellos tiempos, muy lejanos ya. Nuestros años de oro. Las conversaciones en la sala de la madre de mi difunto amigo. Los sueños que imaginábamos alcanzar. Esos flechazos fugaces. Las caminatas en el mall y también las idas a la playa, imaginando que ya éramos grandes. Estábamos desesperados por demostrar que éramos hombres.

    De pronto, recordé cuando aún me hablaba de ella. Su verdadero primer amor. Las horas y horas mientras nos hablaba de los mil atributos por los que ella era asombrosa. También las horas y horas de su frustración porque nunca había sido suya. No pude recordar en qué momento exacto se había desvanecido, aunque en parte agradecimos que siguiera con su vida. Al parecer, simplemente había callado, quizás rendido. Se había ido ella, pero nunca su recuerdo.

    Miré a la luna, miré a su esposa. Traté de suponer como se sentía.

    Miré a mi amigo. Inmóvil y apacible. Había muerto, viviendo en un recuerdo del pasado.

    No pude evitar pensar en cuando llegue mi hora, cada vez más próxima.

    Y en el hecho de que, cuando esa hora llegue… Que será, o quizás quién será lo último que recuerde.

  • Padres incomprendidos y descomunicados

    Padres incomprendidos y descomunicados

    Aquí estamos, hablando de cuestiones que, quizás para algunos sean fáciles de tratar y, para otros, el hecho de teclear cada letra que represente una expresión podría figurarse cómo un algo mortal, a la hora de ser el «niño» detrás de la historia.

    Muchos padres creen que la adolescencia llega en una edad aproximada y no se dan cuenta de que su hijo (o hija) puede ya estar en la adolescencia.

    Nosotros, en la llegada de esta etapa, somos mucho más susceptibles y sensibles a los problemas y somos más ostensibles a las depresiones, nostalgias, bromas y demás.

    En dados casos, algunos se tornan rebeldes para llamar la atención de los padres o personaje figurativo que denota admiración. Pero, por más que pregunten, nunca les será dicho directamente que queremos su atención, que sentimos celos o que todo es cuestión de un capricho.

    Lo que mejor se puede hacer, a mi parecer desde la posición de hija y teniendo en claro la carga de ser un padre se considera en el hecho, es dejar el mal humor y los regaños a un lado.

    Comenzar a hablar con sus hijos e hijas, ya que ese es el mejor método para llegar a ellos.

    NO intentes ser como ellos si no te lo piden ni de castigarles porque algo esta mal, estudia como son sus amigos, que les atrae de ese tipo de gente y ríete en la compañía de tu cría.

    Interactúa con el/ella, y notaras que poco a poco obtendrás su verdadera confianza. Veras que ellos se comunicarán, divertirán y mucho más contigo.

    Pero aclaro, tú también deberás empezar a confiar de verdad en ellos y darte cuenta de que ya debes darles más libertad y empezar a dejarlos volar y hacer su vida, en su debido tiempo.

    Debes darte cuenta de que, seguramente los educaste bien, en lo máximo que dio tu esfuerzo y de no ser así, sincerarte y expresarlo.

    Comprender que ellos entienden, sienten y observan las situaciones que si a ti te afectan seguro a el/ella también. Que, aunque ya no necesitan tanto de tu ayuda en lo que solían necesitar en el pasado no significa en lo absoluto que no te necesiten. Más también entiende que, solo debes convidar (la ayuda) cuando te la pidan pues a veces otorga más el que no hace que aquel que media en el asunto.

    Claro que, eso no implica que no debas estar siempre allí para apoyarle, en el corazón.

    No debes avergonzarles en la calle y ser tan cruel en la forma de hablar, incluso aunque sientas que no lo estás siendo, porque eso los lastimará y les causará rencores sobre lo que le hablaste o sobre quien les hablaste.

    El que en tus experiencias de vida haya sido de una forma específica o que ya hayas vivido un algo no implica que debes dictar el cómo vivir la situación, ni mucho menos, menospreciar su interés por el mero hecho de que ya le hayas realizado.

    También, el que consideres que tu habla no perjudique ni lastime no significa que así sea. Analiza desde un punto externo de tercera persona y, luego, intenta ponerte en su lugar considerando todos los entornos que ha vivido.

    Se paciente y comprende que muchas veces no captaran lo que les dicen en el primer momento y pueden cometer errores, pero debes tomar un respiro. Nadie es perfecto. Menos aún a esa edad y, creo poder darme el derecho de decir, ¿acaso usted sí?

    Piensa en como eran tus padres contigo. Lo que te dieron y lo que no.

    Recuerda que no hablo de cosas materiales sino de aquello que se conversa en el interno aún al paso de los años, consciente o inconsciente.

    Trata de ser el padre (o madre) que siempre quisiste tener y ser. Pero recordando que tu no eres el hijo y quizás sus necesidades y formas de ver la vida sean otras.

    Recuerda que muchas veces, las pequeñeces y los mínimos logros pueden ser la base a todo lo que represente su forma de ver y ser en el futuro. Date cuenta de su esfuerzo y reconoce sus logros cada vez que logre algo y que haga algo bien, pero sin exagerar.

    Quizás para ti pueda ser un simple garabato, un pasatiempo sin sentido o un escrito con mucho por mejorar. Puede que no te parezca el mejor bailarín, que tardó demasiado en aprender nuevas oraciones de un idioma o su estilo de moda te sea fuera de lo aceptado en tu mentalidad, más hay algo que debo decirte.

    Para ti podrá ser así, pero para tu hijo (o hija) representa todo su mundo en ese momento. Encuentra un punto medio, conversa lo que no sea de tu agrado cuando hay armonía, sin juzgar por prejuicios impuestos. Demuestra tus perspectivas sin ser de manera dictatorial, escuchando también las suyas.

    Permítete conocer sus debilidades, sus dudas, sus fortalezas y creencias. Ser parte de su mundo. Pues para que esa persona te abra la puerta primero debes haber tocado.

    E indiferente de aquello con lo que no estés de acuerdo, hazle saber que puede que hayan diferencias pero eso no significa que no pueda contar contigo, que no te sientas orgulloso o que no le amas.

    Expresa tus miedos, hazle saber que eres humano.

    Que quieres protegerle porque le amas, no que quieres poseer su vida porque te pertenece.

    Habrá momentos en que no pueda contenerse, es natural. Pero respire, podrá lograr que las cosas salgan bien.

    Hay una frase que mi madre dice todo el tiempo. Es de esas frases que tienen toda la sabiduría que puede aportar una enseñanza de una mamá que te ama.

    A veces es la verdadera respuesta a los dilemas, otras es la razón por la que los problemas y los límites se presentan en mi vida desde un inicio.

    Así como está esa contradicción, está la adolescencia en sí. La maraña de emociones, experiencias y falta de las mismas.

    La frase de la que les hablo es la siguiente:

    Hay un tiempo para cada cosa. 
    Hoy es difícil, pero todo pasa.
    El tiempo vuela y lo que hoy pesa, mañana será ligero.
    No vale la pena preocuparse por lo que no has podido hacer en la adolescencia, tienes toda una vida por delante y en los veintes, te darás cuenta de que ahí es que comienza el verdadero resto de tu vida pero en esta etapa, defines el cómo será esa vida.

    Admiro mucho la sabiduría de mi madre, aunque ella a veces no lo crea.

    Sus palabras retumban en mi mente y les tengo presentes a la hora de tomar decisiones. No soy la persona más paciente ni mucho menos, la más experimentada. Pero algo que si soy es un ser humano, uno de esos que al decidirse aprender a escuchar pudo aprender a expresar lo que siente.

    Para mí, el mejor momento es el hoy. Pero eso no implica que no crea lo que ella me enseñó es cierto. Y gracias a esas palabras, estructuré una nueva versión del cómo veo la vida que unifica mi idea del hoy, la consciencia del mañana y los movimientos del entorno.

    Algo que bien puedo permitirme decir, es que nada fuese sido igual si no fuese por esa trillada y constantemente repetida frase del Todo Pasa de mi mamá que me sirvió de cimiento a la hora de aprender a respirar y pensar antes de actuar.

    A veces escucho la frase en mi cabeza y admito hace escombros mis entrañas. Me disgusto un tanto ante la idea, que a veces considero en parte cierta y otras no tanto. Pero siempre estará la verdad irrefutable de que el tiempo pasa.

    Pero así cómo pasa, no vuelve.

    Por eso, crear recuerdos sanos y duraderos con sus hijos es esencial y para eso, deben permitirse crearlos.

    No puedo asegurarles que ese recuerdo en su mente siempre será grato. Habrá veces que genere disgustos y otras que genere alivios. Más al final, estarán ahí y serán un cimiento para la vida de sus crías.