Categoría: RELATOS

  • Inés

    Inés

    Estaba en su lecho de muerte.

    Entre lágrimas, sollozos y leves sonrisas sin sentido, exclamó el nombre de Inés.

    Le repitió. Gritaba y gemía su nombre.

    Inés, Inés…

    Un nombre que yo desconocía. Siempre fui malo para recordar nombres, pero con tantos años conociéndonos…. Aún así, no me sonaba en lo absoluto.

    Le pregunté a su hija. Yacía sentada en la silla con un rosario en la mano y su marido postrado detrás. Sacudió la cabeza levemente en negación. Su nombre era Bárbara.

    Resoplos y gimoteos. Palabras enredadas.

    Torta de chocolate, relatos de un pequeño Corolla, errores y un par de partidos en la cancha, luz de luna.

    Esa luna, sí, esa alumbrando en lo alto, visible en la ventana.

    Se le quedó mirando en silencio. Señaló. Veo a Inés otra vez en la luna, dijo.

    Llamé a la esposa, que había ido a buscar a las niñas para que pudieran despedirse. Se acercó y acarició el rostro de su moribundo esposo. Ya hacía tiempo desde que se encontraba en este estado. ¿Es usted Inés?, Le pregunté.

    No, sabes que yo me llamo Margarita. – contestó. Miró a las niñas posadas en la cama.

    Una de ellas solo observaba a su abuelo en silencio, como si sus ojos pudieran prolongar la vida del pobre hombre. La otra interrumpió el ruido de los murmurios de su abuelo a la luna. – Yo me llamo Andreina, mi hermana es Anastasia. Todos hemos escuchado el nombre Inés, pero nadie sabe quién es.

    Pasó una hora. Luego otra.

    Entraba y salía de vez en cuando la enfermera encargada de su cuidado.

    El la miró.

    Ojos vacíos, carentes de consuelo.

    Ojos llenos, repletos de nostalgia, remilgoso pasado.

    Esta vez entiendo, Inés. No dejaré que te marches. – Murmuró el moribundo intentando tomar la mano de la enfermera que salió inmutable de la habitación – No te vayas. No quiero una vida donde no estés a mi lado. Ahora entiendo, ya entiendo, déjame encontrarte.

    Miré a la esposa, aún incómoda ante el nombre. 

    Llegó de nuevo la enfermera. Habló sin siquiera preguntarle. – Mi nombre es María. – Pasó hacia la cama a darle unas pastillas y medir la tensión.

    Mientras, siguió hablando – Desde el día en que he empezado mi labor, Inés está en la boca de este hombre. Cada noche de luna, cuando está agobiado por el insomnio y también cuando no puede escapar de los sueños. Vive sin descanso. No he podido encontrar cura ni alivio para ese mal que le pesa.

    Miró a la esposa y le posó la mano en el hombro un momento. Se marchó, cerrando la puerta sigilosamente.

    Pasó otra hora. De alguna forma logró quedarse dormido un momento, ya debe haberse olvidado. Últimamente el olvido fingía ser su día a día. Consuelo a su tormento.

    La respiración parecía más pausada, su rostro estaba pintado de alivio.

    Sus labios se mueven, un diálogo ininteligible.

    De pronto… No te vayas, no te vayas – Rezongaba aún dormido, sin cesar. – Por favor, quédate.

    Fue aumentando el volumen de la voz, hasta casi parecer gritos. – No te vayas, Inés. Abrió los ojos. Parecía haberse despertado por su propia voz o por el recuerdo que le atormentaba aún en su descanso, llenos de lágrimas.

    Mordiscos con sabor a duraznos, botas de cuero, pizarra en un saloncito de clases… Inés.

    Las lágrimas caen por su mejilla izquierda. Su respiración se torna aún más entrecortada.

    Quizás, quizás en otra vida Inés – dijo mirando la luna. – He vivido bien, pero no he vivido contigo, Inés. Regresa. Hay tanto que quiero contarte, tanto que te quiero mostrar.

    Intenta levantarse de la cama pero es en vano.

    Anastasia sigue en silencio, agarrando la mano de su abuelo. El la mira. – Mi pequeña Ana… Ella era la mujer más alegre que ha vivido en esta tierra, igualita a ti.

    Lo sé abuelo, era maravillosa – dijo ella, inmutable.

    Todos nos sorprendimos. No solo su abuelo le reconocía. La niña sabía de quien hablaba. Pero no se dijo nada más.

    Volvió María, la enfermera, ahora con un tanto más de prisa. Cada vez parecía más próxima su hora. Esta vez consigo entró un sacerdote. Bendijo su alma, así como los sacerdotes hacen; le preparó para el más allá. Y se fue, no era mucho más lo que podía hacer.

    Inés.

    Volvió a salir el nombre de su boca.

    Inés, mi querida señorita, mi Inés. Repetía una y otra vez. Cada vez más pausado, más notorio el esfuerzo.

    Anastasia se levantó un momento, al ver hacia donde se dirigían los ojos de su abuelo. Abrió un cajoncito en la parte baja de la repisa, sacó una especie de estuche muy pequeño y se lo acercó. Una foto muy ampliada e impresa en casa, en una hoja tamaño A4. Pixelada y borrosa, apenas visible. Y un pequeño dije, de lo que parecía ser un buda.

    Todos quedamos aún más atónitos. Desde el primer momento en que le conocí, había sido un católico creyente. Aunque no el más devoto y un tanto curioso, jamás sospechamos de otra fe.

    Este dije me recuerda a mi Inés, dijo a su nieta.

    Todos cruzamos miradas.

    ¿Quién era esta Inés, que incluso en su lecho de muerte, frente a su esposa, hija, nietas, seguía brotando entre recuerdos? 

    Conocía a este hombre desde hace más de 50 años. Hermanos de otra sangre, una amistad de oro.

    Jamás, juro con la mano en el pecho, es que nunca le vi ser infiel a su mujer. Mucho menos, mencionar ese nombre. Era un hombre de hogar. Nuestras tardes un par de birras en los cumpleaños. Charlas amena entre comidas, un buen partido y un par de canciones de Soda Stereo… Podrían incluso etiquetarnos de aburridos o lateros en nuestros tiempos. Era un hombre reservado, pero un amor así alguna vez habría sido mencionado, o eso creería yo.

    Su respiración era aún más inestable.

    Quizás en otra vida, quizás en otro destino, te vuelva a ver, Inés. – Apretó el dije con las pocas fuerzas que le quedaban mirando a la luna, ojos desgarrados. Se escapó su último aliento.

    Todos nos quedamos en silencio.

    Algunos sollozos leves, casi mudos… Parecían sonar las trompetas de un ángel, pero no había alivio en los aires.

    Andreina abrazaba a su abuela. Y la enfermera que había entrado sigilosa, revisaba su pulso. Cerró sus ojos, y nos dio el pésame. Se quedó mirando al difunto, en silencio. Habían sido más de tres años a su lado. Seguramente recordó cuando aún estaba en estado de lucidez. Un leve lagrimeo, gotas rozando su mejillas.

    Yo observaba, callado y atónito.

    El final a todos nos llega, pero aún así jamás lo esperamos. Los recuerdos recorrieron mi mente sin poderle evitar. Fueron buenos tiempos, una buena amistad. Aún a pesar de la situación, la incertidumbre por la incógnita rondaba en la sala. O al menos así era en mi mente.

    De pronto, Anastasia rompe el silencio. 

    Inés creía que podíamos vivir muchas vidas. Quizás en alguna de esas, mi abuelo pueda volverla a ver. – dijo mirando el papel impreso con la imagen borrosa en su mano – Así también yo podré volver a verlo, puede que hasta conocerla algún día.

    Nadie habló, nos quedamos en silencio.

    Margarita no podía evitar la incomodidad de lo hiriente en su mirada. Su esposo había sido un buen hombre, su partida era dolorosa. Habría alguna explicación. Pero era humana, no podía evitarlo.

    Todos queríamos saber, pero nadie se atrevía a preguntar.

    Bárbara era a duras penas consolada por su marido quien intentaba encontrar palabras idóneas.

    Me armé de coraje. ¿Quién era Inés? – le pregunté a la niña. Me pasó la fotografía. Apenas se distinguían los colores. Era una imagen muy vieja y desteñida. Humedecida por gotas que parecían ser lágrimas y vino derramado. Se percibía el rostro de una muchacha joven, probablemente una imagen de hace años. Había algo en ella muy poco común y aún así sentía haberle visto alguna vez. Cabellos sueltos, largos y algo enmarañados por la brisa. Una sonrisa de oreja a oreja. En efecto, proyectaba alegría, puridad, magia… Aún en ese ambiente tan desolador en el que nos encontrábamos.

    El abuelo botó todas sus fotos en un arranque de enojo, años antes de conocer a la abuela. Luego volvieron a hablar pero nunca tuvo el coraje de capturarla en una imagen. Pensó que ella sería para siempre, así como su amor. Pero ni el sabía lo que su amor era en ese entonces por ser muy joven, cobarde, sin experiencia. Al final, la perdió. Inés se fue y el abuelo nunca pudo volver a verla. Ni en la pantalla, ni en papel, ni en la vida. Era su amiga en la juventud, el abuelo decía que su primer amor… La amaba con todas sus fuerzas y le recordaba en el claro de la luna, no sé porqué. 

    Las lágrimas brotaban de los ojos de Anastasia, como si fuese ella quien le había vivido. Por horas su abuelo le había hablado de esta misteriosa mujer, a quien había extrañado hasta su lecho de muerte. Siguió hablando, mirando a la luna.

    Era inteligente y hermosa, como ella sola. – prosiguió contando. – Amaba a la abuela. Eran amores diferentes. La abuela era su futuro. Inés, ese amor que sacrificó para que nosotros pudiéramos existir.

    Margarita rompió en sollozos. Su nieta no parecía saber lo lastimosas que eran sus palabras. El hecho de nunca haber sabido del tormento de su marido. El hecho de no haber sabido que quizás su vida había sido un engaño.

    Aún a pesar de las lágrimas de su abuela, las palabras manaban de la boca de Anastasia, como hipnotizada en la ventana.

    El abuelo fue feliz, siempre dijo que era feliz con su vida… Pero se arrepentía de haberla dejado ir sin decirle Adiós. Sin pedirle perdón, sin pedirle que no se fuera. Sin decirle lo mucho que la amaba. Sin haberlo intentado. Le escribió cartas y le enviaba mensajes sin remitente. La miró en las redes y en los libros, por años, hasta que dejó de aparecerle. – se voltió hacia su público espectador, quienes debatían entre rogarle que callara y a la vez que dijera todo lo que sabía – Le hablaba a la luna, contándole de nosotros. De mí, de mamá, de la abuela, de mi hermana, incluso de ti, Guillermo. Extrañaré a mi abuelo y también a sus historias. – Rompió en llanto sobre el cuerpo postrado en la cama.

    Tragué saliva, no sabía que decir. Todos en la habitación estábamos desconcertados.

    Sin poder o querer evitarlo, recordé aquellos tiempos, muy lejanos ya. Nuestros años de oro. Las conversaciones en la sala de la madre de mi difunto amigo. Los sueños que imaginábamos alcanzar. Esos flechazos fugaces. Las caminatas en el mall y también las idas a la playa, imaginando que ya éramos grandes. Estábamos desesperados por demostrar que éramos hombres.

    De pronto, recordé cuando aún me hablaba de ella. Su verdadero primer amor. Las horas y horas mientras nos hablaba de los mil atributos por los que ella era asombrosa. También las horas y horas de su frustración porque nunca había sido suya. No pude recordar en qué momento exacto se había desvanecido, aunque en parte agradecimos que siguiera con su vida. Al parecer, simplemente había callado, quizás rendido. Se había ido ella, pero nunca su recuerdo.

    Miré a la luna, miré a su esposa. Traté de suponer como se sentía.

    Miré a mi amigo. Inmóvil y apacible. Había muerto, viviendo en un recuerdo del pasado.

    No pude evitar pensar en cuando llegue mi hora, cada vez más próxima.

    Y en el hecho de que, cuando esa hora llegue… Que será, o quizás quién será lo último que recuerde.

  • ABHASA (PRIMERA PARTE)

    ABHASA (PRIMERA PARTE)

    Me levanté bruscamente de la cama, quedando sentada a la orilla.

    La habitación se encuentra en penumbras, iluminada a duras penas por los rayos que entran cautelosos por la hendidura de la puerta.

    Posé los pies en el suelo alfombrado. El olor a moho penetra los pulmones y una de mis manos a cada lado roza las sabanas frías que podrían ser de la seda más fina.

    No lograba detallar mucho pero podía intuir las siluetas de la habitación. Estampados en las paredes, una lámpara de farol y un ventanal con gruesas cortinas, cual clásico hotel antiguo de la elegante Europa en los años 20.

    Una sensación de desesperación y duda invadía mi mente.

    ¿Dónde estoy?, ¿Cómo llegué a este sitio?

    Más importante aún, que era ese miedo que me asediaba hasta las entrañas.

    Cómo por instinto incliné los pies en búsqueda de algo a ciegas y me encuentro botines de piel al primer intento. Uno a cada lado, cómo si yo misma les fuese dejado ahí.

    Mi intuición me indicaba una alerta de peligro. Me levanté de sobresalto sin percatarme en el reflejo del espejo, que aunque soy yo, hay algo diferente.

    Abro la puerta y doy con el pasillo, también de época. Lámparas antiguas de pared dibujan círculos alrededor de la misma, encandilando mis ojos que ya se habían adaptado a la habitación oscura.

    Estaba decidida a avanzar veloz por el pasillo e ir hasta la escalera, cómo si ya conociera el sitio. Di los primeros pasos y noté la puerta entreabierta de la siguiente habitación, también en penumbras.

    No se ve mucho adentro, pero la luz de la lámpara en la pared ilumina una cama individual donde duerme una niña de largos cabellos color rubio.

    En una bocanada de aire, como si fuese tomado una píldora informativa llegaron recuerdos a mi mente. Esa niña era mi hermana.

    Entro a la habitación y me dirijo a la joven durmiente. Sin mucho tacto le tomé de la muñeca y jalé de su brazo, obligando a que despierte y se siente. Antes de que hiciera cualquier ruido le tapé la boca con la otra mano. La miré a los ojos y ella a los míos. Su penetrante mirada cómo el abismo hecho de cielo me hizo entender que ya sabía. Debíamos irnos.

    En un pequeño instante mientras avanzábamos a la puerta noto la habitación era aún más grande que la anterior en la que desperté. La cama puesta frente a la puerta quedaba al lado de un recibidor, con una portilla cual aeronave apenas visible tras una mesa y sofás, muchos sofás. Detrás, había un paredón con huecos de estantería vacíos ante mis ojos no hábiles para ver en lo oscuro y podía percibirse una apertura con forma de marco, indicando luego había una recamara.

    Empujamos la puerta nuevamente y salimos al pasillo. Sin mirar atrás avanzamos a la escalera, ignorando el hecho de que aún seguíamos en ropa de dormir. Yo cargaba un conjunto de dos partes clásico y ella una bata de algodón blanco, con los pies descalzos. Un hombre imponente y muy mayor de edad nos ve a lo lejos y se dirige rápidamente a nosotras. Mi mente lo reconoce, la información va tomando forma en mi memoria. ¿Acaso… somos familia?

    De nuevo esa sensación que grita peligro. No estás a salvo.

    Crucé a la izquierda cómo si conociera desde siempre esas alfombras que mis zapatos pisan, sin soltar aún el brazo de mi hermana que avanzaba en silencio, cómo si no hubiera reclamo alguno que hacer. Era como si ya supiese que yo iba a ir por ella.

    ¿Me falta recordar algo? Hay un vacío.

    Empezamos a bajar las escaleras circulares y ningún pasillo aparece. Primero cinco, luego diez pisos… Ya había perdido la cuenta. Pude sentir cómo el señor de hace un momento iba atrás de nosotras, también bajando. No tuve tiempo de detallar la escalera llena de minucias en los barandales y cuadros en sus paredes. Algo me dice ahora que debí haberlo hecho. Mientras más bajamos menos había y más parecía un hotel del siglo 21.

    De pronto, llegamos al final de la escalera que daba en un luminoso lobby muy similar al de cualquier hotel. Ahora las paredes eran blancas, los suelos de cerámica y la gente parecía no percatarse de la escalera no visible a simple vista ni tampoco de nosotras. Me volteé a ver cómo estaba mi hermana aún sin soltar su muñeca y noté se encontraba ahora vestida con jeans y una franela Polo. Sus pies seguían descalzos.

    Su rostro me es tan parecido, tan… ¿familiar?

    Sé que es mi hermana y supongo es por eso. Aún hay muchos vacíos en mi memoria, comenzando por el quien soy y cómo llegué a este lugar. Podía escuchar el eco de los pasos del señor acercándose. Debíamos avanzar.

    Cruzamos el lobby hasta la puerta de entrada del hotel, dando con una calle bulliciosa, repleta de personas, tiendas y baratijas. Podría jurar se trataba del centro de una ciudad turística europea.

    He estado aquí antes, pensé.

    Entonces, ¿por qué no puedo recordar donde es “aquí”?.

    Comencé a avanzar cómo si un GPS interno guiara mis pasos, cruzando y desviándome entre callejuelas y bajadas. Mi pariente, el señor que nos perseguía, ya había salido del lobby y nos captó con la mirada.

    Un gran edificio resaltaba del resto bohemio y turístico, en medio de una tienda de calcetas y un cafetín cerrado. Un banco. Sus paredes eran solemnes de vidrio transparente y gran altura. Lucía íntegro, blanco y metalizado, incluso algo escalofriante. Era completamente impecable. Podías ver todo lo que ocurría dentro desde la calle o así parecía.

    Mi lógica me dijo que es el peor sitio para esconderse de alguien que te sigue, pero la intuición que guiaba mis pasos abrió la puerta sin siquiera pensarlo y entró, sin haber aún soltado el brazo de mi hermana quien no ha dicho ni una sola palabra todavía.

    El edificio se distribuía entre las taquillas al frente de la entrada con dos puertas sin cerrojo al lado izquierdo que aparentemente están de adorno y dan a un pasillo vacío que conecta con un segundo piso lleno de oficinas con gente poniendo sellos. Solo eso parece hacen. No había escaleras, ni puerta. Del lado derecho había cuatro escritorios y unas señoritas cumpliendo su función de promotora del banco. Sus escritorios estaban perfectamente ordenados, con un computador y algunos utensilios. Unas cuantas personas dentro del edificio esperaban su turno.

    Necesito hablar con la gerente del banco. Mi mente me dice un nombre pero lo olvido casi inmediatamente. Traté de recordar pero no me llegaba. Miré hacia atrás y vi que el persecutor se estaba acercando, casi lograba vernos. Me acerque rápidamente a una de las señoritas sentada en el escritorio a la derecha y pensé nuevamente, necesito ver a la gerente.

    Me están siguiendo, le dije.

    Miró al vidrio, luego a las otras jóvenes en sus respectivos escritorios. Todas eran tan parecidas entre sí. La señorita dirigió su mirada primero a mí y luego a mi hermana, seguido de una sonrisa. No me había percatado que desde fuera, la zona de los escritorios no mostraba al exterior los movimientos sino que mantenía una imagen permanente, cómo una pantalla.

    Yo lo distraeré, dijo mi hermana, mientras ligeramente agarraba mi mano que sostenía su muñeca con la que tenía libre, indicando le suelte. Eso hice. Devolví mi mirada a la joven del escritorio y cuando volví a mirar atrás, ya no estaba.

    No sé de donde, otra joven apareció con un bolso de doctor antiguo y le colocó en la mesa. Los colores del mismo desentonaban y podrían ser percibidos por cualquiera dentro de ese edificio e incluso fuera. Me asomé levemente a ver hacia afuera y el señor aún estaba mirando. No había señales de mi hermana. Abren el bolso y sacan unas ropas, una cuerda y una peluca. La gente en el banco hacía caso omiso a lo que nosotras realizábamos.

    Desplegaron una puertilla en el escritorio haciéndome pasar por esta y todos voltearon, para luego dirigir su mirada a la entrada, que el señor acababa de atravesar. Un escalofrío recorrió mi espalda.

    De nuevo estoy en peligro, debo apurarme.

    Recogí mis bucles dorados y les cubrí con una peluca corta morada.

    De la nada, abrieron una puerta tras ellas, dando con un callejón donde debía estar la pared del cafetín. Mientras le cruzaba, en un instante todas volvieron a estar sentadas y la gente dejó de mirar al señor que ya se encontraba frente a los escritorios.

    Comencé a correr, sin mirar atrás. Aunque no le escuchaba, sabía que aún me seguía. Ahora parecía no estar solo. Cruce entre calles y se fue haciendo más oscuro, más silencioso. Se estaba poniendo la noche. Me percaté de que estaba descalza y una tobillera que podría jurar no se encontraba ahí cuando desperté en la habitación me rozaba los talones.

    El suelo ahora era… ¿lodoso?

    Ya no había asfalto. Corrí a ciegas por un rato, no puedo recordar ni siquiera por donde anduve desde que salí de la puertilla del banco y crucé el tercer callejón con aquel gato pardo. Miré hacia atrás y no vi a nadie, pero sabía que aún me estaban siguiendo.

    ¿Era el mismo señor mayor que me resulta familiar?, ¿era alguien más?

    Eso no importa.

    Seguí avanzando. Aún había algo que me guiaba. Mientras más avancé me sentí más tranquila y sin bajar la velocidad del trote pude detallar el alrededor, como si estuviese apenas caminando. El suelo era de tierra. Estaba levemente iluminado, cual noche de luna menguante. Pero no había luna ni nubes que le tapen. Pude percibir que un poco más a la izquierda hay un gran barranco. Y a lo lejos, en el horizonte, parecían las luces de una ciudad. Frente a mí, el camino de tierra seguía, no sé a dónde. A mi derecha, había unas cuantas plantas y unas piedras encimadas.

    Cómo un viento que me empujaba, me dirigí a las piedras y el montículo con plantas. Por el aire se me cayó la peluca y pude sentir cómo mi cabello recogido en una coleta de caballo rozaba mis hoyuelos de la espalda con las puntas.

    ¿Estaba a ese largo unas horas antes? Juraría apenas me llegaba a los hombros.

    Las piedras encimadas estaban puestas en forma de escalera de tierra, que ahora eran de color cobalto, cerúleo y verde musgo en forma de retazos pegados en la parte de arriba de cada escalón. En lo que posé mi pie en el primero, noté sus piedras eran de textura gomosa y oronda.

    Los escalones eran cada vez más empinados y se serpenteaban en lo que ya no era un montículo con plantas sino una alta montaña. Mientras más subía, más me parecía conocer el camino y aumentaba la velocidad. Sabía de qué rama agarrarme o cuando iba a zigzaguear el camino antes de que fuese notorio. De pronto, parecía un escalón no muy lejos era la cima de la montaña, vacía y plana.

    Posé mi pie en el último escalón para dar el impulso y subir a lo alto. En lo que mi piel rozó los suelos, se hizo la luz. Literal cómo se oye, los cielos se tornaron brillantes y celestes, como si fuese de mañana. Los pájaros cantaban, tan fuerte e inspirados que era incomprensible el no haberle escuchado más abajo.

    Un jardín basto hacía de pared a la grama que rodeaba la hermosa casa de campo frente a mis ojos hecha de cristal. Desentonada el entorno con su eje. Mientras los alrededores eran salvajes, coloridos y repletos de vida; la casa era transparente, pulcra y podría decir que era pensante. Sentía vida en sus paredes, pero no la misma vida que transmitían los animales extraños que jugueteaban ni las plantas que invadían con su  aroma.

    Era pensante, latente y vibrante. Pero al mismo tiempo, se trataba de algo frío y calculador. Se sentía cómo una pieza sobrante sobre un rompecabezas ya completo.

    A pesar de haber caminado por la tierra y el fango, mis pies estaban impecables desde el instante en que pise el último escalón. No había cansancio ni confusión. Ya no había apuro ni mucho menos, miedo. Debo admitir, todo era tan conocido aún sin saber por qué y me generaba curiosidad. Cómo la que sienten los niños cuando tienen un juguete nuevo y desean descubrir de qué es capaz.

    No me detuve a observar los alrededores, sino que fui directamente a la entrada. No tenía puerta, solo estaba enmarcada en los cimientos, al igual que los bordes de la casa. Al atravesar la puerta, me encontré con un inmaculado recibidor, que tenía un barandal a partir de un lado de la entrada para separar un pequeño espacio en la esquina con una especie de mesa cóncava, en forma de bañera hecha de lo que parecía un mármol blanco y tallado en los bordes. Del otro lado, podía verse una serie de esculturas perfectamente distribuidas que por más que intento recordar su forma, se esfuman de mis pensamientos.

    Unos pasos más adelante, había dos escalones que daban a un supuesto segundo piso, mucho más pequeño. Aquí, había otro mesón, esta vez plano y de madera de álamo blanco con sigilos lunares secuenciales incrustados en caracolas y piedras.

    A la derecha, había un estante que desentonaba con el resto. Su color es oscuro tirando a rojizo, de forma rustica y campestre. Sus acabados eran vagos pero elegantes y tenía una especie de cerradura metálica que no parecía tener mecanismo de traba. Podría jurar era lo único en todo el sitio que parecía estar “prohibido”.

    Luego, en el medio de todo, había otro marco sin puerta. Ésta pared, a diferencia del resto, no era de vidrio y contrarrestaba con la luz penetrante que pasaba del otro lado. Podía verse un camino de arena blanca cómo la de una playa virgen, del ancho de una persona, trazado con piedras a los bordes, separándose de la vegetación que crecía de ambos lados. El camino más adelante se hacía curvo, no pudiendo ver más allá.

    Me acerqué a los escalones y una señora muy agradable salió de una puerta que no logré ver en la pared donde se encontraba la mesa de álamo. No logré verla, porque no estaba en ese entonces y tampoco lo está ahora. Vestía de una manera muy despreocupada y colorida, con mangas largas y holgadas que casi cubrían todos sus dedos con largas uñas. Las flores de colores pastel en su vestido parecían estar vivas y las flores que adornaban su cabello desprendían un aroma exquisito que nublaba cualquier sensación en el aire, casi alienizando cualquier pesar.  

    Con una sonrisa se acercó a mí tendiéndome la mano, mientras se paraba frente a la puerta. Pude sentir la presencia del señor mayor que me había perseguido más atrás, quien acababa de cruzar la primera entrada. En lo que se acercó a los escalones, un hombre muy alto vestido de traje y mocasines impecables llegó por el segundo marco. Su presencia generaba no paz cómo la señora, sino más bien certeza y poder. La combinación de ambos frente a mí daba una sensación de plenitud.

    Aunque no pude detallar el rostro, percibí sus facciones eran más serias y centradas. Parecía alguien firme y de un carácter justo, en edad de la adultez joven, con lentes y un cabello negro cómo la noche. Me dirigió su mirada e instintivamente me arrodillé, haciendo una reverencia mientras posaba mis manos en sus pies y los de la señora.

    Me di cuenta de que junto al persecutor se encontraba mi hermana, quien tenía atada a su muñeca una fina cadena de oro, que llegaba hasta la del señor.

    El hombre de traje pasó sus manos en mi cabeza. Sabía que quería liberar a mi hermana, pero sin palabra alguna en el roce de su mano recibí la respuesta. No se podía.

    La dama hizo un gesto con su mano la cual luego postró en el hombro del señor mientras se corría hacia atrás, dejando el paso abierto a la puerta. Dirigí mi mirada al otro lado, para deslizarlos hasta los del señor de forma fugaz y luego a mi hermana. Todos estaban inmutables, pero pude percibir una leve afirmación en ella.

    Volví mis ojos al caballero de traje y a la señora, que me observaban en silencio. Podía avanzar. Debía avanzar. Lo sentía en mi interior.

    Y sin dudar más, caminé hasta pasar la entrada y sentir cómo la luz que se formó de la misma traspasaba mi cuerpo hasta cada rincón quedar invadido y de pronto, estaba del otro lado.

  • El Sueño de mi Llegada

    El Sueño de mi Llegada

    Fluye el agua serena y tranquila, mientras el sol despierta por detrás de la colina mas alta.

    Resplandecen sus rayos sobre la corriente cristalina como acuarela celestial. Los sauces bailan al ritmo del río aquella antigua canción creada por los vientos del este que vuelan a través del cielo y sobre el mar.

    Cantan las Mermaids a la orilla del fiordo, sobre las raíces de los arboles en cercanía mientras lágrimas brotan de sus ojos cual estrellas en el recuerdo del sabio tronco una vez más.

    Verde el suelo que entre el pasto acaricia mis dedos al caminar. Senderos marcados por pequeñas piedras radiantes puestas por Fossegrim’s en añoranza del invierno, ahora en suelo tupido.

    Se ven olmos y avellanos florecidos, mientras Gefjun alimenta al arado que descansa al borde del roble mayor.

    El sol se alza ya en lo alto de nosotros alumbrando a cada rincón del bosque, su energía no deja escondite a las sombras de la oscuridad.

    Todo es claro, tranquilo y hay paz, quizás hasta demasiada.

    Los pájaros vocalizan armoniosos al compás de los vientos acompañan a Nerthus en su bailar, magnifico esplendor que hace contemplar la historia en las aguas del riachuelo que roza mis pies en su caudal.

    A la vez, observan la pureza de Idunn postrados entre ramas mientras juguetea en las rocas, marcando el eje en que mi vela ha de erguirse, iluminando las costas en las que mi knarr zarpará, recibiendo la bienvenida y no la tempestad.