Ella está agotada, ella está marchita.
Cada día ahoga gritos que ni la sordera podría desvanecer.
Ella está quebrada, ella está mustia.
Su reflejo se vuelve borroso mientras su sombra gana espacio, entrelazada en los pasos venideros y rotundos.
Ella se ha perforado el alma, sin intención ni anestesia, mientras encara facetas que ni la vida suponía posibles.
Se mira en las aguas, temples ante su presencia, mientras sin razonamiento alguno van cruzando en sus gestos las emociones encaradas.
Inesperado acto, en el que una gota salada cae en las aguas aturdiendo la quietud al dibujar leves olas al ritmo de sus latidos.
Acerca el rostro, se dice ella.
Atónita pero no aturdida ante la mar que surca sus ojos en lo que parece ser una mirada de grandes ojos enrojecidos por un llanto estruendos de los pensamientos irreverentes.
El que indaga sin discreción, descubre sin razón.
El instinto pudo más, al querer saber si al tacto las olas se vuelven eternas.
Atraviesa las aguas, para al mismo lugar volver.
Misma idea, mismo reflejo, pero no es la misma ella.
La mar ya no gotea. Se ha convertido en perlas que adornan la cabellera.
El azul ha sido uno en su mirada, que impregnándose, ha invadido el carmín y ha derretido el oro, ahora escondido detrás del cielo que grita emociones bajo un par de parpados chispeantes y curiosos al ver que la curva que las aguas muestran en su boca lucirá permanente en su imagen.
Ella estaba confusa, ahora ella está clara.
Cual alta mar al amanecer luego de la tormenta, que ha sacudido hasta los cimientos para luego parecer jamás haber rozado con su forma.
Ella es certera, ella es resplandeciente.
Pues ahora tiene en claro no solo lo que le rodea sino también lo que guarda en su interior.
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