Más que una agonía, es una penitencia que nos imponemos cuando el hecho nos presenta una acción contradictoria a aquello que idealizamos de nosotros mismos en el acto ejercido en el presente.
No hay cese al debate interno, así sea por un intervalo definido convertido en infinito, para la respuesta tardía que se debía enfrentar a la vivencia, en el pleno instante que se llevaba a cabo.
Esta negligencia, a falta de coherencia, solo termina determinando lo que podemos registrar en la memoria cómo un completo hecatombe, donde las múltiples victimas han de ser uno mismo en sus tantas posibles facetas.
O, acaso, ¿podría definirse cómo un mero arrepentimiento?
En cierta forma, siendo un debacle debido al razonamiento lerdo para no decir abrupto, de una mente en extremo lógica pero que, al ser expuesto ante lo que le es naturalmente «radioactivo», se torna impulsiva y contundente, para no decir que a duras penas se le podría halagar con el enfoque de la torpeza.
Podría excusarse en la suposición de un tiempo no lineal, haciendo designio al esfuerzo de buscar maneras de reciclar momentos para excusar lo ocurrido, en vez de subrayar nuevas acciones que expongan los verdaderos deseos.
Indiferente de ello, se convierte en una hipocresía hacia uno mismo, escudado en este ciclo sinfín que encuentra raíz en la pobreza mental ya mancipada por una inercia metafórica que empuja el siguiente movimiento antes de siquiera reaccionar a lo ocurrido, cómo un efecto dominó.
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