Amar a alguien es un viaje. De esos repletos de callejones entrelazados, entre luces y sombras, entre altos y bajos. Al igual que cuando nos emprendemos a la aventura de conocer rincones en el mundo, ningún amor ni ningún amado es semejante en su totalidad.
Amamos, como conocemos ese mundo. Algunos con entusiasmo y euforia inefable, otros con zozobra e incluso indiferencia, con ignorancia del sentir, con pudor y carencia de valentía.
Amamos, en búsqueda de la mayor aventura de la vida. El sondear un alma, un corazón, mientras nos descubrimos a nosotros mismos.
Todos somos distintos a la hora de explorar, cual turista que indaga en sus entornos y percibe el mundo. Y entre estos distintos exploradores, algunos no están siquiera destinados a descubrirse realmente, aunque lo intenten.
Entre destinos, hay corazones como la ciudadela belga de Namur, termitero del hambriento de creaciones.
Existen un par de Cefalonias, invitándote a recorrer sinuosos pasajes a pie, para descubrir tras el esfuerzo, un paraíso incomparable.
Unos cual extensas dunas de Maranhao, o vibrantes como el salar de Uyuni.
Asimismo, los que son tumulto en trozos de Ibiza, con restos de una joven Tel Aviv.
Otros son mucho de todo, algunos un poco de ningún lado.
Cada destino, con un sinfín de razones para ser, para conocer.
Y es que todos somos el destino, pero también el explorador.
Cuando viajas, tu alma queda al descubierto y se adhieren restos de las experiencias vividas a tu ser. Esos restos, imborrables e imperecederos, varían según tu percepción del mundo, tu sed de conocer. Nos vamos moldeando a lo que descubrimos, agrandando nuestra esencia genuina, aprendiendo de los sitios que conocemos, del quienes vamos amando.
A veces me pregunto, si al viajar percibimos los mundos de distintas formas y con distinta profundidad, ¿podría cualquiera amarte como deberías ser amado?, ¿podrías ser una aventura para quien quiera que decida explorarte?
Con el paso del tiempo, el viajero se vuelve experto en su arte y le transforma no solo en talento sino en sabia virtud, reflejada en su cúmulo de vivencias y el cómo les expresa.
Está aquel, romántico aventurero, que no se limita a lo que dicen las bocas ni se guía solo de folletos. Éste, alma de hada que vuela sin rumbo, que se pierde entre callejones dentro de la misma ciudad por semanas, día tras día, en búsqueda de parajes olvidados, rincones repletos de historia y transversales largos que acaban en destinos inciertos e inexplorados, a kilómetros de distancia.
Aquel, quien sintiendo al límite, se pierde en el sabor de los chocolates exóticos del pequeño cafetín pueblerino de la esquina a la que casi nadie va, en el aroma de las alfombras de flores, en la nostalgia de los pequeños cines al aire libre que transmiten cintas de recuerdos, en la luz que atraviesa los ventanales en la hora pico.
Aquel, imposible de aburrirse, sin importar que tan escueta parezca a simple vista la ciudad a los días para muchos, fascinado por los detalles. Ese, que atesora sus descubrimientos y los comparte solo con quien tiene un verdadero deseo de escudriñar su alma, de conocer sus experiencias.
No debe confundirse con aquel turista de a cada tanto, quien aunque también viaja por placer, pone límite a su fascinación sin querer e ignorando el lujo privilegiado del detalle al fluir, busca explorar con velocidad en base a lo que nota a primera impresión, y que guiado por lo que dicen es gloria, conoce el mundo a base del juicio y otras veces por el encanto de lo novedoso, viajando solo por viajar, sin percibir las verdaderas formas abstractas que conforman el descubrir las facetas únicas del mundo, de la gente.
Sus corazones también son nobles y con un interés quizás igual de genuino que aquel con el romance y la pasión en las venas. Con conocimiento del poder que representa su saber, sus vivencias marcadas en el alma parchada, dominan el arte de proyectar sus aventuras como un lienzo tornasol mostrándola a aquellos que conocen en la vida, pero en vez de acuarelas sus trazos son de aerosol y se esparcen al intentar pintar un panorama completo de sus aventuras incompletas, debido al escape del detallismo en sus exploraciones, no notorio para muchos.
Cautivador, atrae la atención de todo aquel que le rodea con la intención misma de deslumbrar, sin malos deseos y quizás inconscientemente. Bajo la imagen de la certeza de la emoción, reconoce los datos que atrapan a los espectadores quienes revolotean en la superficie del cascaron dorado sin notar al principio está un poco hueco e incompleto.
¿Y cómo olvidar al coleccionista de historias?
Ese, el que se fascina por la vista y los paisajes, por lo novedoso de ir a nuevos parajes, pero por sobre todo, de la gente en el camino. De las extensas charlas con desconocidos en el banquillo, o del relato escondido con un mesero en el cafetín de un pueblo. Aquel que vive extasiado por los secretos, misterios, las fábulas y los hechos de antaño. Por los restos de las guerras y el origen de lo que hace al lugar ser lo que es. Ese que viaja no solo en cuerpo, sino también en pensamiento, al escuchar las vivencias que le son compartidas.
O también el pequeño gran degustador de placeres, simple y claro de lo que le llena, recorre los mundos saboreando cada sorbo de vida, cada bocado en perfecta armonía. Ese que se conoce desde la más olvidada taberna hasta el prestigioso restaurante Michelin. El que sabe de los cuerpos y sus secretos, de las danzas, de la sintonía en las sonatas, de las formas de vivir en su total libertad.
Está quien goza de los lujos, a la par del que prefiere escalar bajo el sol con mochila en mano. Quien disfruta de los placeres de la noche y quien sueña con bañarse de la alborada hasta llegar el atardecer. Quien se deleita de los silencios y quien lo hace de los sonidos.
La lista avanza, crece eternamente.
Un sinfín de sensaciones en un sinfín de destinos.
Siendo así, al amar se mezclan no solo la aventura del llegar al destino sino la trayectoria vivida de cada explorador, creándose distintas huellas en el alma de cada quien. Distintas percepciones y embriagantes conmociones.
Al amar a alguien, exploramos su mente, su cuerpo, su alma. Crecemos como seres humanos y evolucionamos, al punto de que cada vez que llegamos al destino en esa persona, le convertimos en un punto de partida para la próxima aventura por descubrir.